Sucumbí en mis sueños cuando absorbí como una esponja tu aliento fundido en tu calor, que se asemejaba al vapor de un café caliente a las 7 de la mañana. Me hundí como hierro en el mar en tus ojos redondos, obviamente redondos, que me transmitían un mensaje sin palabras a través de tu iris color marrón. Marrón de chocolate; chocolate que tanto amas, crujiente, sangrándome de los labios, que explotan de locura cuando los envuelves con tus besos cálidos a la luz blanca y pulcra de tu lámpara de noche. Iluminando pocos detalles del entorno. Iluminando pocos detalles del contorno de nuestros cuerpos, dispuestos a dibujar un recuerdo en ese lugar, en nuestras mentes con la compañía de esa noche de junio cuando apenas la madrugada empezaba a acariciar el oscuro cielo. Caricias que me brindaban tus manos, caricias que yo te regalaba, que me obligaban a viajar en la ternura con la que nos hallábamos entrelazados en un desmesurado deseo de quizás, fundirnos como el metal. Lidiando con tu jadeo, que para mí resultaba la melodía más dulce, se acoplaron los latidos de nuestros corazones agitados y compusimos una canción sin letra que seducía nuestros oídos. Me susurraste una herida que no me agrietó el alma y por un pequeño instante me hizo sonreír y decidí permanecer contigo sin cuestionarte. Y al amanecer, cuando el reflejo de la luz del sol golpeó mis ojos, de alguna manera me sentía agradecido de haber dormido con tu cuerpo descubierto a mi lado.
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