12.10.2010

NOCHE POR SIEMPRE

 El ocaso se comía la claridad del sol y me quedé abrumado por no haber podido despedirlo desde el malecón. Cuando me di vuelta, caminé con mi camiseta en la mano dando traspiés por el desnivel de las rocas de la playa y visualicé a lo lejos una casa abandonada. Él estaba sentado en aquel escalón de madera junto a una reja negra y parecía esperar a alguien. Tenía puestos unos lentes de sol que le cubrían casi toda la cara, lo cual me pareció extraño, ya que no había ningún sol del cual cubrirse la vista. Por mera casualidad, él llevaba puesta una franelilla negra con la figura de mi gato favorito de la infancia. Con un acento muy cortés y a la vez jocoso, lo abordé con mucha educación y le di el respectivo saludo según la hora que era. Sostenía un portarretrato volteado contra su pecho (como si no quisiera que vieran la fotografía que refugiaba). Pareció ignorarme, porque sabía que me escuchaba, ya que volteó la cara cuando pronuncié las palabras. Como no recibía respuesta de su parte, le comenté sobre el clima, el olor de la playa, sobre el cangrejo que casi me muerde el tobillo, como una ola me tumbó y casi pierdo mis pantalones... él sólo sonreía a mi monólogo y eso me llenaba. Porque al menos eso era atisbo de que no me ignoraba. No demostró incomodidad porque anduviera sin la camiseta, pero tampoco demostró que le gustara. Aún seguía sosteniendo con fuerza aquél retrato, como un tesoro que teme que se lo roben o se pierda. Mientras más sentía mi cercanía, más se daba cuenta de que estaba solo. De repente, desde sus lentes (según mi apreciación) emergieron unas pulcras lágrimas que trazaban un camino brillante sobre sus mejillas y sentí lástima por aquél chico. Le pregunté si podía hacer algo por él y no me dio respuesta, si no que, retirándose el portarretrato del pecho, lo volteó y me lo ofreció: yo lo tomé y cuando vi al chico que estaba en la fotografía, pude darme cuenta de que no era ni él, ni su hermano. Y llevaba puesta la camiseta que yo traía en las manos. Cuando, presa de la incertidumbre y el asombro, le veo la cara al chico de la fotografía, soy yo. El mundo se me vino abajo como en una catástrofe natural. Me sentí como si miles de rocas me cayeran encima y me hundieran en la tierra esperando mi asfixia. Consternado, le pregunté: ¿quién es él? El muchacho extendió su brazo y abrió la mano. Blanca, pulcra, pequeña. Entendí que quería que le devolviera el retrato. "Yo no sé quién es él", me dijo. "Sólo sé que lo amé. Mi madre me dijo que aquí hay muchas fotos nuestras. Y que antes de irse, ésta había sido la foto que yo le había tomado. Él me dijo que volvería en la noche, pero llevo esperando ya muchas noches y no ha llegado. No sé cuando amanecerá, pero sé que él llegará. Tengo la fe de que está muy cerca de mí. Él siempre venía en las noches cuando sus padres estaban dormidos y nos quedábamos hablando hasta que yo me dormía y él se regresaba a su casa. Mi mamá es una mentirosa. Estoy a punto de creer que sólo lo decía para consolarme. No sé si seguir esperando. ¿Qué crees tú que deba hacer?". Estaba ardiendo por dentro, yo jamás en mi vida había visto a este muchacho, sin embargo él sostenía una foto mía en sus manos. Estuve a punto de decirle que era yo, pero: ¿cómo convencía a un completo desconocido que me esperaba, que estaba ahí, en frente de él, que ya su espera terminó, si ni siquiera podía verme y creerme? Subió la cabeza hacia mí, como si quisiera haberme dicho algo más, a mí, que estaba parado frente a él. Pero lo que hizo fue dar una gran bocanada de aire y soltó de sus labios: "Sé que ya no volverá. Lamento no haberlo podido despedir desde el malecón".

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